viernes, 14 de febrero de 2014

Un mapa y un tesoro.

A mí nunca me habían gustado los perros. Ni la gente que vive con ellos.

Mis recuerdos de infancia están llenos de terror provocado por perros que vagabundeaban alrededor de la casa en la veraneábamos todos los años. Ahora que lo pienso, esa sensación de horror permanente era lo único que me rescataba del tedio y del calor insoportable, qué vacaciones espantosas, en aquel pueblo sin bosque, sin piscina, sin río y mucho menos mar, verano tras verano, cuatro casas de piedra y una iglesia. Y decenas de perros buscando la sombra y algo que llevarse a la boca. Perros escuálidos y absolutamente inofensivos, en su mayoría galgos y podencos abandonados por inútiles, que se agrupaban en manadas para protegerse del maltrato, para distraer el hambre. Pobres animales, tardé mucho en entender que ellos tenían mucho más miedo de mí que yo de ellos. Por las noches aullaban. Durante el día permanecían agazapados, sin apenas fuerzas para rascarse las pulgas. En algún momento encontraban un trozo de pan duro en la basura y así conseguían sobrevivir, algunos. Otros aparecían muertos al borde del campo sembrado o en la carretera y eso era aún más terrorífico, porque yo creía que los fantasmas de los animales regresaban al lugar en el que habían vivido, convertidos en seres de fuerza sobrenatural. Stephen King es en gran medida responsable de muchas de mis pesadillas infantiles.

Luego estaba el perro de mis vecinos, una especie de gremlin maloliente y sádico que me esperaba inmóvil en la puerta de mi propia casa, me miraba fijamente y ni se molestaba en gruñir, sabía de sobra el poder que tenía sobre mí: me inmovilizaba con una simple mirada y cuando yo empezaba a gimotear, él levantaba la pata y meaba en el felpudo, victorioso. Sólo entonces volvía dando saltitos a su casa, el Yorkshire de mierda. Mi madre consiguió a base de escándalos que los vecinos le renovasen varios felpudos y que el perro dejase de pasear a sus anchas por las escaleras del edificio.

También recuerdo una fiesta de cumpleaños celebrada por una compañera de colegio. Nada más entrar en su casa me sobrevino una náusea: olía a perro, mucho. Demasiado. Efectivamente, vivían con una perra, un bulto peludo de color pardo, enorme y hediondo, que jadeaba en un rincón. Nos advirtieron de que no podíamos jugar con ella, no se podía molestar a una perrita abuela ya casi sorda y ciega. E incontinente, pensé yo, aunque no conocía la palabra. Ni remotamente se me hubiera ocurrido acercarme a aquella mole sucia y moribunda.

Me prometí a mí misma que jamás dejaría que ningún animal viviese bajo mi mismo techo. Y durante casi cuarenta años lo conseguí sin mayor dificultad.

Hasta que apareció Fina.

Era el último día de vacaciones. Un grupo de amigos habíamos alquilado una finca, con piscina, río cercano y kilómetros de bosque, un lugar como Dios manda, faltaría más, en el que los niños presentes fabricaron recuerdos de un verano divertidísimo y feliz, y los adultos disfrutamos también como niños, porque para eso son las vacaciones.
Todo el mundo tenía que regresar a sus rutinas, excepto yo, que era completamente libre (mi hijo estrenaba sus 23 años trabajando como camarero en Londres, yo no tenía novia formal en ese momento y era dueña de mi propia empresa; nada me obligaba a regresar a Madrid al mismo tiempo que el resto de los mortales, así que decidí quedarme una noche más y disfrutar de unos porros en la piscina, a mis anchas). Y en ello estaba, mirando las estrellas o cualquier otra cosa parpadeante y asombrosa, cuando escuché un ruido que parecía proceder de mi coche. Por supuesto, lo dejé pasar, convencida de que era una marihuana excelente la de ese año. Y de nuevo, grrr, pifff, dentro de mi coche. Debí escuchar unas diez veces los soniditos antes de decidirme a abandonar la tumbona e ir a investigar. No soy particularmente miedosa, pero me costaba tomar decisiones en ese momento concreto. Y por supuesto, no veía ni imaginaba que la puerta del copiloto estaba abierta, y que en el asiento iba a encontrar un perro que me miró, agitó el rabo plácidamente a modo de saludo, y sin esforzarse en incorporarse, ni mucho menos asustarse ante mi presencia, se reacomodó enroscándose sobre sí mismo y, como si tal cosa, comenzó a roncar de manera cómica: grrr, pifff. He de decir que misteriosamente tampoco yo me asusté ni hice el menor aspaviento, la desfachatez del perro me resultó divertida. No me sentía con fuerzas de intervenir, y decidí que mejor era irse a dormir y que el asunto se resolviera solo. Daba por supuesto que el perro dormiría ahí un rato y que a la mañana siguiente ya no estaría, que yo tendría que viajar 350 kilómetros con todas las ventanillas abiertas para ventilar y, aún y todo, probablemente llevar el coche a limpiar después. Bueno, era mejor eso que lidiar con esa especie de marmota okupa en esos momentos.
Pero cuando desperté, el dinosaurio todavía estaba ahí.
No, no había sido un alucinación provocada por la maría: había un perro hecho una bolita en mi coche. Le hablé. Le llevé comida que coloqué a cierta distancia sin conseguir que saliera. Le grité. Incluso me senté a su lado con mucha cautela, encendí el motor, hice sonar el claxon. Nada. Lo único que conseguía eran mínimas variaciones en el movimiento de su rabo. Y que alzara las cejas. El bicho parecía saber que yo no iba a tocarlo ni con un palo; por un momento tuve miedo de que buscara un felpudo sobre el que levantar la pata. Llamé a los dueños de la finca, me dijeron que no sabían nada de la existencia de ningún perro y que era raro, porque los vecinos tenían mastines que no deambulaban por ahí y mucho menos buscaban coches abiertos en los que dormir. Se ofrecieron a venir y hacerse cargo del problema y ahí apareció mi orgullo, mi intuición o no sé qué, porque simpatía aún no era, y respondí que bueno, que ya me iba a ocupar yo responsablemente del asunto. Me despedí con cortesía, asegurándoles que habían sido unas vacaciones perfectas y tracé un plan: para volver a Madrid tenía que atravesar el pueblo, y sabía dónde había una clínica veterinaria; mi intención era dejar al perrito en manos de profesionales. Perrito. Las cosas estaban comenzando a ser muy raras...
El trayecto desde la finca al pueblo duraba algo más de diez minutos. Durante ese tiempo yo conduje como si no hubiese nada a mi lado, pero cada vez que acercaba mi mano a la palanca de cambios el perro meneaba el rabo. Tuve miedo de que fuera a morderme, yo no sabía nada del lenguaje perruno de los rabos. Deduje que si hubiera querido saltarme a la yugular lo habría hecho antes de que yo cerrase la puerta de su lado, movimiento que había ejecutado con mucha precaución, dejando abiertas todas las demás puertas, por si el perro buscaba una salida de emergencia y al fin abandonaba mi coche. Pero no. Esperé un tiempo prudencial hasta constatar que el animal no sólo no tenía la más mínima intención de moverse: parecía esperar a que nos pusiéramos en marcha. Bueno, tampoco es que yo fuera una completa neurótica. Pero eché de menos un coche con cambio automático, lo confieso.
Cuando llegué, la clínica veterinaria estaba cerrada. Dejé el coche aparcado en la puerta y respiré profundamente. En mi interior comenzaba a librarse una dura batalla: mi necesidad de ser resolutiva contra un imperioso deseo de salir corriendo y llorar a grito pelado. 
Y entonces oí su voz. Su voz que preguntaba "¿Necesitas algo de la clínica?" Me giré, con la mano en la frente, en un gesto ridículamente dramático, y ahí estaba ella.

Dicen que cuando estás a punto de morir puedes presenciar toda tu vida como si se tratase de una película. Cuando yo vi a Olga por primera vez me pasó exactamente eso, pero en fast forward: desfiló ante mí a cámara rápida lo que iba a ser mi vida desde ese momento hasta el día en que me muriese, junto a ella, en nuestra cama, con ciento diez años o más. Supe que mi futuro definitivo comenzaba en ese instante, con absoluta certeza y sin reservas de ningún tipo. Era ella. En mitad de un pueblo de mala muerte. Con una bata blanca y un periódico en la mano. Sonriéndome. Las dos nos quedamos congeladas en medio del estupor, preguntándonos cómo, por qué entonces y por qué en ese lugar, celebrándonos y descubriendo a la vez que todo lo que habíamos hecho hasta ese momento de nuestras vida al fin cobraba sentido. Hasta que la vergüenza nos hizo volver a la realidad y las dos dijimos simultáneamente "MellamoOlga/Tengounperro".
A lo que respondimos "¿Estáenfermo?/YomellamoLoles". Y pensábamos, al mismo tiempo ambas: "Así que era por esto, todos los caminos llegaban a este aquí, a este ahoraa ti. Todo el tiempo pasado, todo lo que hicimos y lo que no, fue para encontrarnos. Por fin. Aquí estamos. Todo tiene ya una explicación. Bienvenida, mi amor. No sabes qué ganas tenía de estar contigo."
Oh, sí. Es cursi de cojones, pero así fue.
Nos dio la risa floja. Nos acercamos. Nos besamos. No en la boca apasionadamente, por favor. En las mejillas, dos besos de saludo o de presentación, dos besos inconcebibles: ¡¿quién besa a la que va a ser su veterinaria en medio de la calle de un pueblo?! Pero nuestros cuerpos luchaban por encontrar su camino, más allá del protocolo social. Volvimos a reírnos entusiasmadas, como cachorros felices de reconocerse, con ganas de jugar, incrédulas y maravilladas.
Por fin, una eternidad más tarde, ella habló:
—¿Qué le pasa a tu perro?
—No se puede mover—, contesté, cualquier cosa: ¡yo NO tenía ningún perro!
—¿Y dónde está?
—En el coche—, dije señalándolo. Y ahí estaba el perrito, con las patas delanteras apoyadas en la ventanilla abierta, juraría que sonriéndonos, y agitando el rabo como si fuera su único propósito en esta vida.
—Bueno, moverse se mueve. Pero vamos a echarle un vistazo—, y Olga comenzó a reírse de nuevo, acercándose al coche. Y entonces el perro saltó por la ventanilla y corrió hacia ella como si fuese su dueña recién recuperada. Olga lo acarició y me miró divertida:
—Tu perro es una perra. 
—Ah. No tenía ni idea.— dije, mientras pensaba que esa perra era en realidad el mapa del tesoro.
—¿Y tampoco sabes que está preñada?
Oh, oh.
Y así es como se superan de un plumazo las fobias.
Dos semanas después estábamos juntas en casa, Fina, Olga y yo. Y cinco larvas peludas cagándose y meándose por todas partes.

Lo que no me explico ahora es cómo pude vivir hasta entonces sin ellas.

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