sábado, 15 de marzo de 2014

La ilusión de los principios.

"O vives, o escribes lo que no estás viviendo, porque para todo pareces no tener tiempo".
Esto me dijo una amiga hace unos días, cuando le conté que tenía un blog (aún secreto) con el que pretendía no sé muy bien qué. Creo que le dije: dar rienda suelta a eso que en otros sitios no consigo desbloquear. Debería cambiar el título al blog, llamarlo "El desatascador", porque comienzo a intuir el estigma del arrepentimiento en este espacio: escribo aquí poco y nada.
Tengo otros blogs, oh claro. En los que tampoco escribo y que voy dejando marchitar perdidos en el limbo de la virtualidad caducada. Igual que comienzo cientos de cuadernos que abandono a las diez primeras páginas.
La motivación parece encontrarse en estrenar algo.
Durante muchos años me pasó lo mismo con los afectos. Con la diferencia de que a las personas no puedes acumularlas en un cajón o dejarlas desactualizadas. No al menos sin que resulte doloroso.
Tardé mucho en darme cuenta de que, más allá de los primeros barruntos entusiastas del amor, todo lo demás se me volvía aburrido, difícil e incluso molesto a veces. 'Lo demás' solía comprender el período posterior a los cuatro meses, seis como mucho. Sobre todo si ya había tenido lugar cierta frecuencia e intensidad en el compartir del tiempo y el espacio. ¿Por qué pasa esto en las relaciones entre mujeres? Ya lo dice el chiste: ¿Qué lleva una lesbiana a su segunda cita? La maleta... 
Y yo, que soy lenta para enterarme del porqué de las cosas, intenté ponerle remedio en cuanto tuve conciencia de ello. Pero no es fácil.
He tenido un montón de relaciones, muchísimas, la verdad. Esto suele ser algo que no desvelo alegremente, porque a las mujeres les suele parecer mal. No les gusta saber que del amor (como de casi todo) lo que más me gusta es el inicio y que por este motivo he vivido infinitas historias, hasta hace relativamente poco. Porque mi vida a menudo ha estado al borde de algún precipicio, o en medio de múltiples conflictos. Ser madre soltera no fue fácil, por mucho que Aurelio siempre haya sido un chaval ejemplar, obediente y resignado hasta el estoicismo, qué chico apático a veces, también hay que decirlo. A él todo le pareció siempre bien: que tuviera novia, que ya no la tuviera, que viviéramos con una ex porque no me alcanzaba para pagar sola el alquiler, que nos mudáramos de nuevo (con el curso escolar comenzado), que mi trabajo me obligase a volver tarde tardísimo, a viajar a menudo, a esperar meses para poder cobrar y hacer malabares mientras tanto (el concepto 'crisis' es para mí una constante vital; lo que vivimos ahora no es muy diferente a lo que yo llevo experimentado desde hace más de treinta años). En fin. Un santo varón, bendito sea él y su paciencia. Estudió mucho y en cuanto pudo trabajó duro, supongo que para librarse de mí y de mis inestabilidades. Con veinte años se emancipó y ahí justo yo comencé a sentar cabeza. Qué expresión tan retrógrada, acabo de oír la voz de mi padre: "Hija, ¿no crees que ha llegado la hora de sentar cabeza?"
Y sí, lo creí un montón de veces, porque, aunque antes haya dicho que he tenido multitud de historias, esto no quiere decir que fueran frívolas: mis amores siempre eran el amor de mi vida, la historia definitiva, esta vez va en serio y ahora sí que sí. Pero no. El entusiasmo de los primeros meses daba paso al cansancio (real, el del esfuerzo de la lucha en lo cotidiano), a la desilusión y en definitiva, al desencuentro, que terminaba apareciendo por una cuestión u otra.
Y no nos engañemos: donde pone una cuestión u otra debería poner clara y llanamente 'falta de sexo'.
Ese es el verdadero motivo, el tiempo parecía aniquilar la pasión, y el deseo se consumía al ritmo del arrancar las hojas en los calendarios compartidos. Eso me pasaba.
Algo nada extraordinario, por otro lado, es enorme la cantidad de mujeres que conozco en las que la ausencia de apetito sexual se vive como algo normal. También tengo amistades heterosexuales que no tienen sexo con sus parejas estables, a las que aman profundamente y con las que de ninguna manera se cuestionan dejar de convivir. Y yo me pregunto: ¿si no tienes una relación sexual plena con tu pareja, en qué se diferencia ésta de tu mejor amiga, o de tu hermana? En muchas cosas, ya. Pero desear y sentirse deseada agita mecanismos en el amor que ninguna otra cosa es capaz de mover, y esto es así, incuestionable y primigenio.
Antes he mencionado mi lentitud para darme cuenta de las cosas, porque esto, que ahora me parece tan evidente, no siempre lo fue. El estrés del curro, la falta de sueño, los bamboleos hormonales, el calor cuando es verano y el frío cuando es invierno; siempre hay un millón de excusas ante la falta de deseo.

Y es mentira: cuando el deseo no está, no está.

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