domingo, 5 de enero de 2014

Ya vienen Los Reyes

Y este año estamos solas.
Aurelio no quiere asumir su incomodidad  y ha decidido quedarse en El Sur con las gemelas. 
Aurelio es mi hijo, su incomodidad es Olga, mi esposa, y las gemelas son mis nietas, que acaban de cumplir cuatro años.
Sí, soy una abuela lesbiana.
Abuela joven, y lesbiana de pura cepa (mi única experiencia con un varón me convirtió en madre soltera a los 17 años, y después de aquello nunca volvió a interesarme practicar sexo con hombres. Esto es algo por lo que he tenido que dar demasiadas explicaciones en todo tipo de entornos, incluyendo los más radicales dentro del movimiento de feministas lesbianas, que hay que ver, lo que pueden llegar a marear a veces. Así que, a estas alturas de mi vida, me aburre extraordinariamente estar desarrollando este paréntesis, pero había que explicar que tengo una familia, con todas sus implicaciones, que a veces son densas. Como suele suceder en todas las familias, por otro lado).
A Olga y a mí nos encantan las celebraciones navideñas. Otra extravagancia que también hay que justificar más de lo necesario, ¿por qué a nadie le gusta ya la Navidad? Si prescindimos de la vorágine consumista (que lo hacemos) (más o menos), son unas fiestas bonitas. En este lado del mundo al menos, donde hace frío y anochece temprano y las decoraciones luminosas lucen como es debido y comer dulces tradicionales hipercalóricos no es un despropósito fuera de contexto: ¿quién puede zamparse un roscón con chocolate después de un día de playa? Es un disparate. Las niñas van a sufrir un cortocircuito cerebral, con tanto Papa Noel en bañador y tanto muñeco de nieve absurdo, porque no son de nieve, son de a-re-na: "Tenemos 35º y estamos haciendo kitesurf, ouh yeah".
Las fotos que me manda mi hijo son desopilantes.

Aurelio es un buen hombre, en general. Fue un niño bueno y dulce, luego un chico simpático, y después se casó, con 25 años y un bigote ridículo con el que pretendía parecerse no sé a quién (como madre hay realidades que me empeño en ignorar, así la vida es menos dura). Los primeros años de su matrimonio fueron tan convencionales que llegaron a provocarme cierto espanto. Pero, obviamente, su vida es suya y yo ya hice lo que me correspondía en su momento. Nunca lo he juzgado ni mucho menos cuestionado. Ni siquiera cuando se hipotecó hasta el fin de sus días para conseguir ese adosado pretencioso en las afueras de Madrid. O cada vez que aparecía con un coche más grande, más caro y más hortera que el anterior. O cuando solicitó otro crédito para costear la nueva cirugía estética de su ya operadísima esposa. Ni cuando decidieron resolver sus problemas de fertilidad recurriendo a un tratamiento excesivo y arriesgado: casi me convierten en abuela de quintillizos, fue muy afortunado que llegasen las gemelas y no ese equipo de fútbol sala que hasta determinado momento estuvo instalado en el útero de mi nuera. Ay, mi nuera. La Naturaleza, cargada con toda la sabiduría que a ella (a mi nuera) siempre le ha faltado, se ocupó de poner las cosas en su sitio: cinco no, dos, y vais que chutáis; en este mundo no caben ya más futbolistas... 

Y tampoco dije ni pío cuando hace un año Aurelio me dio la noticia de su traslado. Ya había pasado temporadas trabajando en el extranjero, algo que yo misma hago también a menudo. Pero esta vez es un periodo mínimo de cinco años, por motivos de producción, una oportunidad única porque además a Cuqui (el nombre absurdo de mi absurda nuera) le ofrecen integrarse en un equipo de investigación en la Universidad de Auckland.
¿Auckland? Sí, Auckland, ¡NUEVA ZELANDA!
El Sur no es precisamente Almería, SON LAS PUTAS ANTÍPODAS.
Ahí sí que me quejé un poco.
—Vamos mamá, no es para tanto. Si a ti te encanta viajar y nunca has estado en Nueva Zelanda. Y podrás ver a las niñas por Skype todos los días, que ya casi saben usarlo ellas solas. Y vamos a venir mínimo una vez al año, y en las vacaciones de Navidad allí es verano, así que podréis ir a visitarnos y descubrir los rituales maoríes.
—Sabes perfectamente que Olga y yo siempre pasamos juntas las navidades, siempre. Y sabes también que ella no puede soportar más de tres horas metida en un avión, hace quince años que no ha regresado a su país por ese motivo, lo sabes de sobra. Eres un cabrón pero eres mi hijo y no tengo más remedio que asumir que tu vida es tu vida y mis nietas son tus hijas, aunque me resulte sorprendente que dos niñas tan hermosas sean fruto de progenitores tan tarados, la verdad. La vida está llena de misterios irresolubles. —Aquí tuve que sorberme los mocos discretamente antes de continuar— Haz lo que tengas que hacer, ya veré yo cómo me organizo. ¿Skype? Vete a la mierda, hay doce horas de diferencia.
—Sólo son diez...
—A la mierda. Detesto los kiwis.

Así que este año hemos vivido unas navidades tecnológicas y surrealistas (tomando las uvas frente al ordenador a la hora del almuerzo, por ejemplo), sin alborotos infantiles, sin gatos aterrorizados escondiéndose bajo los muebles, sin toneladas de polvorones ni fruta escarchada (sí, nosotras comemos esas cosas, tenemos tarjeta de cliente VIP en El Riojano, pero este año con un par de kilos ha sido suficiente...) Y lo mejor de todo, sin asesinatos de tortugas. Esa es una larga historia para contar en otro momento.

Mi señora y yo estamos solas, pero los Reyes van a venir lo mismo.
Tengo que preparar el avituallamiento de los camellos.
Feliz noche.

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