sábado, 1 de enero de 2005

Cualquier tiempo pasado fue ¿peor?

Las doce de la noche del 31 de diciembre, probablemente de 1995. 
Estoy sola en mi casa de Lavapiés. Sola sin Mónika, sola sin mi madre y sin mi tía, sola sin gatos, sola conmigo, sola. Tengo veintitrés años recién cumplidos y vivo sola. Y a mí me gusta que sea así. Por eso he inventado cenas glamurosas llenas de gente fascinante y fantasmagóricas fiestas en las que reinan las drogas, el alcohol, el sexo y todas esas cosas de las que yo nunca participo. 
Para que me dejen tranquila. Para que me imaginen rodeada de humo y ruido. 
Pero.
Estoy en casa, llevo puestos unos guantes de color fucsia y miro cómo se desliza el agua hirviendo entre los cacharros sucios amontonados en el fregadero. Pienso que es, al menos, una manera eficaz de comenzar un nuevo año, quitando porquerías de en medio. Aprovechando el silencio de las doce.
Porque claro, todo el mundo estará ahora con la pesadilla de las uvas, dong, dong, dong, pero como yo no tengo tele, ni radio, sólo tengo este grifo abierto… y… las cataratas espumosas de mis lágrimas mezcladas con el Mistol Vajillas, hay que joderse, tenían que gritar tan alto los vecinos y lanzar cohetes y subir la música a un volumen ineludible, se acabaron las campanadas, se acabó el año, ¡se acabó!, a la reputísima mierda el plato y el vaso y la ensaladera y 
suena el teléfono. 
(Recuerda, estamos en 1995: aún NO existen los móviles y el teléfono está adosado a un contestador con a-l-t-a-v-o-z, de los que se usaban para filtrar las llamadas) 
- Hola cariño. Ya sé que no estás en casa, pero quería ser la primera en desearte un feliz año… Te dejo este mensaje lleno de besos, para que sirvan de punto de equilibrio cuando regreses borracha como una cuba. Mañana hablamos. Chao. 


Al día siguiente no hablamos. 
De hecho, mi madre y yo no hemos hablado jamás.

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