sábado, 5 de junio de 2004

Volviendo a las andadas.

Con las redes llenas de nudos y los amores emponzoñados de anzuelos tramposos, los calendarios incendiándose en el interior de mis bolsillos y las palabras de Girondo batiéndose a duelo con las olas de un océano sobre el que planeo, mientras busco un lugar en el que aterrizar, más allá de tu barbilla.

Llorar a lágrima viva. Llorar a chorros. Llorar la digestión. Llorar en sueño. Llorar ante las puertas y los puertos. Llorar de amabilidad y de amarillo.
Abrir las canillas, las compuertas del llanto. Empaparnos el alma, la camiseta. Inundar las veredas y los paseos, y salvarnos, a nado, de nuestro llanto.
Asistir a los cursos de antropología, llorando. Festejar los cumpleaños familiares, llorando. Atravesar el África, llorando.
Llorar como un cacuy, como un cocodrilo... si es verdad que los cacuies y los cocodrilos no dejan nunca de llorar.
Llorarlo todo, pero llorarlo bien. Llorarlo con la nariz, con las rodillas. Llorarlo por el ombligo, por la boca.
Llorar de amor, de hastío, de alegría. Llorar de frac, de flato, de flacura. Llorar improvisando, de memoria.
¡Llorar todo el insomnio y todo el día!

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