martes, 8 de junio de 2004

Camino pegada a las paredes de los edificios, buscando la sombra. 
Y duermo boca abajo, muy quieta, con alguna pequeña parte del cuerpo en contacto permanente con otra alguna parte pequeña del cuerpo de Dorotea, como para no perderme en la confusión del sueño. Ni ahogarnos en mares de sudores compartidos. 

Espío a Ramiro, el vecino de enfrente: el verano se instala definitivo en nuestras vidas cuando él comienza a dormir con las ventanas abiertas de par en par y todas las luces de su buhardilla encendidas. No entendemos esa exhibición de su desorden doméstico, nos resulta fascinante, verle expuesto de esa manera, desplomado sobre la cama en calzoncillos, con los platos sucios de la cena invariablemente dejados aquí y allá, entre revistas, ropas arrugadas, cajas de discos vacías y discos sin caja. Tiene un oso de peluche sobre uno de los altavoces del equipo de música. Ramiro es enternecedor. Y guapo. Alguna vez le hemos visto masturbarse en su guarida, mirando películas porno de jovencitos depilados. El verano pasado madrugaba y apenas estaba en casa por las noches. Este año sin embargo debe encontrarse desempleado, duerme hasta bien entrado el mediodía. Ayer estuve a punto de lanzarle un avión de papel con un mensaje misterioso, y colar un poco de emoción en su vida, a través de su ventana eternamente abierta. Me pregunto cual será el nombre real de Ramiro.

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