martes, 15 de junio de 2004

Tengo una pistola.

No me deja dormir ese peón con su estertor de martillos eléctricos y sierras radiales; es la última estrategia de la Reina para perturbar mi sueño: alicatar por enésima vez las paredes del baño y cambiar las griferías. Yo soy un animal nocturno. Me alimento del aire de la noche travistiéndome con los disfraces de Venus o de la luna, según las estaciones. Pero estas reformas imprescindibles en nuestro hábitat, que “sin duda regeneran nuestra calidad de vida” (de juego) me privan de los tardíos amaneceres y de la pereza demorada en las sábanas tibias del mediodía; me convierten en un fantasma que deambula ausente, sin fuerzas y con el espíritu bostezante, tropezando con los pobres caballos atónitos entre tanto escombro: nuestra casa se ha convertido en una demolición en blanco y negro y yo he perdido la coherencia de mis movimientos.

La restauración de la fachada fue el comienzo de un tropel de sinsentidos, de esta maraña de reparaciones infinitas, de la maniobra para conseguir que la noche y sus tristezas, dueñas de mi memoria, huyeran despavoridas ante la fatiga de las realidades: el alboroto del despertador berreando con furia a horas imposibles en las que todos los soles temen aún ver su reflejo despilfarrado en los pliegues de ojeras sin solución. Y esa cuadrilla de peones cómplices, pulcramente uniformados en su resignación y en su sentido de la perfección del deber bien cumplido, andamiando mis ventanas y regando con arena a presión las irregularidades de una fachada tan meritoriamente ajada por el musgo del tiempo. Años de erosión histórica arrasados con pulidoras y renovados sin piedad con una capa de granito indestructible, una piedra inmune a los vientos y a las lluvias y, claro está, a mis insomnios vitales. Era invierno entonces. Tristes meses en los que mi romance con el edredón –y en consecuencia, mi cortejo a las estrellas– fueron desplazados por el estruendo de la maquinaria obrera.

Ahora es primavera. El sol se dilata hasta horas insensatas, parece que no anocheciera nunca. Me ducho con prisa y sin placer, intentando no tropezar con ese artefacto amenazante que parece dispuesto a seccionar mis miembros hasta adaptarlos a la regularidad cuadriculada de las paredes y, en el momento en que me refugio en el abrazo del albornoz, con un ron, ronroneante y dulce como preámbulo de mis desidias, siento que se abre la puerta de casa: la Reina me mira amenazante, examina su territorio (analizando minuciosamente su más preciada posesión: yo...), disecciona el campo de batalla, la evolución de la cruzada, y comprueba satisfecha que sus ejércitos han llevado a cabo con perfección todas y cada una de las instrucciones planificadas a primera hora de la mañana. Entonces me sonríe y sustituye el algodón rizado de mi uniforme por sus propios brazos. “No sé qué haría sin ti, eres tan eficaz... Vístete: te invito a cenar”

Jaque mate. Fin de la partida.

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