Domingo, cuatro de la tarde.
Un hombre lee en el metro. Casi todos los asientos están libres, pero él permanece de pie, con la espalda apoyada en alguna parte. Es alto y fuerte, quizás un poco gordo. Tiene una barba peluda pero cuidada, con algunas canas en las mandíbulas. Lleva un gorro y gafas, claro. Ropa buena, de la que no necesita ostentar marcas porque su calidad es obvia. No es un hipster: es a lo que todo hipster aspiraría, si pudiera. Difícil calcular su edad, entre treinta y cincuenta. Pasan las estaciones y él sigue leyendo. Y de repente, sus ojos se llenan de lagrimas. Él continua escaneando con su mirada las líneas del libro, impertérrito, mientras las lágrimas cada vez son más gruesas y rápidas. Se le acumulan en el pelo de la barba. Se le está mojando incluso el cuello de la camisa. Me pregunto cómo puede seguir leyendo en esas condiciones y, por supuesto, qué está leyendo. Desde donde estoy sentada no alcanzo a ver la tapa del libro. No puedo resistirme, me levanto a mirar. "La constelación del perro", de Peter Heller. Ya. El tipo se ha dado cuenta de mi movimiento y clava en mí sus ojos húmedos. Si me gustasen los hombres, me enamoraría de este. Nos sonreímos y él alza las cejas, diciéndome sin pronunciar palabra: Sabía que iba a morirse y sabía que me partiría el corazón cuando llegase el momento, pero aún y todo, decidí amarlo hasta el final.
Y yo, en silencio, le respondo: Para mí lo insoportable es que después siga todo lo demás, igual, exactamente igual, cuando ya nada es lo mismo y no hay vuelta atrás. Y que sepamos que va a suceder y no podamos hacer nada para evitarlo.
Y entonces son mis ojos los que se llenan de lágrimas. Salgo del vagón corriendo, en una estación que no es la mía. Me escondo para llorar a gusto sin que nadie me vea.
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