sábado, 7 de mayo de 2016

Episodio 5: En casa de los duques



En el internado había niñas mucho más afortunadas que M.
Las que recibían paquetes con chocolates y pañuelos bordados, salían los fines de semana con familias adoptivas e incluso celebraban la Navidad con sus auténticos progenitores.
T. era una de ellas. T. tenía una madre y un hermano, que estaba, obviamente, interno en un centro semejante, pero para varones. La madre de T. parió dos niños bastardos, en un mundo en el que no había lugar para semejante pecado. Trabajaba como cocinera en una casa ilustre, cuyo señor se beneficiaba no sólo de los privilegios de sus títulos nobiliarios, sino también del silencio de las criadas. A cambio de su mutismo, permitía que las criaturas ilegítimas estuvieran en la casa (sólo en las zonas destinadas al personal de servicio, faltaría más) durante los periodos de vacaciones que los señores pasaban en alguna de sus fincas.
Por eso T. abandonaba a menudo los fríos muros del internado, y en vez de jugar en el patio de tierra, correteaba por el Paseo del Recoletos, donde ya había muchos coches además de tranvías y donde podía observar a personajes extraños y hasta famosos: señoras elegantes en la puerta del Museo del Prado; Rex Harrison y Rita Hayworth en el rodaje de El último chantaje.
T. casi nunca desobedecía a su madre. Pasaba largas horas sentada en la mesa de la cocina, escuchando la radio mientras ayudaba a pelar judías verdes. Merendaban juntas café con leche y pan con mantequilla.
Y cuando terminaban las vacaciones, T. compartía con M. las galletas Fontaneda, los polvorones, los calcetines o lo que fuera que hubiese en el botín con que regresaba al internado.

T. era demasiado adulta para lo que correspondía a su edad.

Y de la misma manera en que era incapaz de dejar abandonado a su suerte a un cachorro desvalido, cuando, algunos años más tarde, a M. la echasen de la casa en la que alquilaría su habitación, T. le ofrecería un cuarto en el piso donde se habría ido a vivir  con su madre.