sábado, 5 de julio de 2008

La dimensión fabulosa de la ballena

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De pronto, el agua se comba cerca del barco y descubro (ya que en este punto la experiencia deja de ser colectiva para transformarse en personal, intransferible; un punto en la memoria al que cada uno podrá volver en el futuro) una masa oscura bajo la superficie, algo que el movimiento del agua deja por momentos sin contorno pero que avanza, eso sin duda, hacia nosotros. La sombra adquiere una forma alargada, enorme y viene, directa, hacia el costado del barco. A unos pocos metros nos muestra su inconfundible forma definitiva. Todos gritamos. Y el monstruo, como un fantasma submarino, con una gracia inconcebible, realiza una leve maniobra: se desliza a un nivel ligeramente más bajo y pasa por debajo del casco para reaparecer al otro lado. Alcanzamos a concebir su dimensión al mismo tiempo que medimos la insignificancia del barco, y la nuestra propia, pobres seres ínfimos. Porque el gigante benévolo juega, sabe jugar, y acaba de hacernos una broma, de entrar, a su manera, en contacto. Más allá, a unos cincuenta metros, sale a la superficie, se arquea y muestra su imponente lomo; entonces surge, con un sonido de compresión, un ruido extraño, poderoso, difícil de describir y de olvidar, un chorro de agua de varios metros que el viento barre hacia atrás. La gran cola emerge, se recorta vertical y cae con otro ruido atronador, aplastante. Descubrimos entonces muchas más, pero a ésta, la primera, no puedo menos que atribuirle determinación, como si su manera indulgente demostrarse fuera una señal de bienvenida.

El orden de lo extraordinario

Junto a estos mansos y maravillosos seres no somos nada, no significamos. Nuestras capacidades creadoras, constructivas, imaginativas, todas nuestras crueldades, quedan abolidas por la dimensión fabulosa de la ballena y su paradójico buen humor. La experiencia del encuentro nos supera, no cabe en nosotros; tiene un reborde irreal, como si no pudiéramos creer demasiado en lo que nos está pasando o estamos viviendo, como si nos agotáramos en el sentido de la vista y sólo nos fuera dado nada más que mirar, sin procesar muy bien lo que vemos. Como escribió Giorgio Agamben, cuando lo que se ve pertenece al orden de lo extraordinario, no puede trasformarse en experiencia compartible. Y lo que estamos viviendo pertenece al orden de lo extraordinario y no puede ser comentado o transmitido, salvo por primarias exclamaciones de asombro, en las que se mezclan por partes iguales alegría y temor.

A nuestro alrededor, como si hubieran esperado la aparición de la primera, muchas otras ballenas nos prodigan ahora visiones de colas emergiendo, de madres con cachalotes, de gigantescos saltos, de lomos oscuros moteados de blanco que suben, se muestran y vuelven a sumergirse para pasar, otra vez, por debajo del barco. Los surtidores mandan chorros de agua hacia el cielo nublado. Todo un derroche de comunicación de parte de estas portentosas criaturas que no se irritan con nuestra intrusión, por el contrario, parecen llenas de cortesía hacia los ínfimos y anaranjados seres que las observan con los ojos redondos, las cámaras a repetición y el pelo pegado a la cara. No sé si somos dignos de este ejemplo de fraternidad.

Mucho más tarde, de regreso en Madryn, después de comer unas vieiras gratinadas y de hablar de cualquier cosa, después de la ducha caliente en el cuarto de hotel y con un libro en la cama, nos cuesta dormirnos. Algo nos ha sucedido, algo que arrastra inconexas imágenes de Moby Dick, de peripecias bíblicas, de abismos marinos y de la innumerable diversidad de la vida. La experiencia de la península Valdés, como muchas otras que pueden vivirse en la Patagonia, es a la vez grandiosa e íntima. Y por eso mismo, por su naturaleza dual, el verdadero contacto con este territorio vasto y a veces salvaje no puede ser nunca meramente turístico. Se puede sí, cómo no, ir y mirar; pero para muchos, estos momentos serán transformadores. Algo a lo que se puede volver cuando se piense en una experiencia extraordinaria.

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