martes, 23 de noviembre de 2004

Tiempos muertos.

Durante los cinco últimos meses he llevado un reloj parado en mi muñeca.
En la derecha: me confieso zurda vocacional, desde chiquita. Desde que aquella entrenadora de baloncesto me expulsó del equipo del colegio, por ambidextra, díscola, camorrista, y también (aunque esto no lo reconociera hasta diez años después) por mi manifiesto desdén ante sus insinuaciones. Juegos tontos para niñas con vocación religiosa. Observando a todas aquellas monjas descubrí que el deporte que me interesaba era otro distinto. Qué tiempos.
Bien. Mi reloj se detuvo a principios de junio, precisamente, el día del cumpleaños de mi madre. A las seis menos cuarto, no sabemos si antes o después del mediodía, porque mi reloj no tiene recursos para diseccionar la vida con tanto detalle, ni yo tengo costumbre de observar su funcionamiento con demasiada frecuencia. De hecho, tardé días en descubrir el tiempo estancado en mi muñeca. Tres, en concreto. Y no porque me sorprendiera estar cenando a las seis menos cuarto, a.m. o p.m., sino porque recordaba haber celebrado el cumple de mami hacía bien poco, y aquella maquinita se empeñaba en perpetuar la ilustre fecha.
Justo entonces comenzaban mis largas vacaciones -de las que aún no he conseguido librarme, auxilio- y no es que decidiera quitarle importancia al asunto, es que lo olvidé por completo. Era verano y mi reloj cumplía sobradamente su función de evaluador estival: la sombra que dejaba en mi piel iba midiendo los progresos de mi bronceado.
Por lo demás, todo eran ventajas: las seis-menos-cuarto se convirtió en el mejor momento del día para bucear, tomar un helado, ver una película, dar un paseo por la montaña o comer otra ración de gambas. El estribillo de la canción del verano podría haber sido “¡Si todavía es muy pronto! Sólo son las seis menos cuarto”.
Así, en un tiempo voluntariamente detenido e ignorado, aconteció el verano. Y llegó a su fin.
Regresamos a la realidad: el bronceado se disuelve en dos duchas gracias al bien clorado Canal de Isabel II, las amistades huyen ante el visionado de las fantásticas instantáneas digitales tomadas durante tanto viaje (¿800 fotos, nada más?), comienza a anochecer a la hora de la merienda y, lo más descorazonador, a mí se me empieza a hacer tarde para todo.
Pierdo el tren, soy impuntual en mis citas, se me pasa el plazo de todas las reclamaciones y, no me explico cómo, el periódico que acompaña mis desayunos es siempre el del día anterior.
Comienzo a echar mucho de menos a mi abuela y a su reloj mágico, el que heredé tras su muerte y me robaron en los camerinos de un teatro, mecagoensuputamadre. Era un reloj enorme, con los números diseñados para ambliopes (para ancianas operadas de cataratas, también); un reloj que, para funcionar con absoluta precisión, no necesitaba ni pilas ni mecanismos de cuerda ni nada que te obligara a tomar demasiada conciencia del tiempo. De niña, mi abuela me explicaba que ese reloj se alimentaba del pulso que latía en su muñeca. Por eso no podía pasar mucho rato abandonado en la mesilla de noche: agonizaría al carecer de un ritmo cardiaco del que nutrirse.
Años después, cuando ya había perdido la posibilidad de cultivar minutos con mi propia sangre, descubrí que el reloj de la Yaya no era mágico sino cinético. No necesitaba el brío de la vida para mantenerse en marcha, sino la energía del movimiento.
Así que, quizás sea eso. No fue mi reloj lo que se detuvo: se paralizó mi propia existencia. Más bien, mis expectativas: míralas, ahí colgadas, inertes, sostenidas en el precario equilibrio de las agujas de un reloj parado.
Todo tiempo perdido es tiempo ganado. Tiempo aborregado. Me dispongo a recoger mis rebaños extraviados para reactivar esta vida detenida en la apatía del invierno. (Eso debe ser “ponerse las pilas”, hay que joderse).
Gracias, Yaya.
Y ahora, he de marcharme a toda prisa: están a punto de cerrar la relojería.


Editado mucho (mucho) tiempo después: por fin lo conseguí: hace un año casi que llevo 
este reloj, suizo y cinético. Sí.

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