domingo, 31 de octubre de 2004

Contrición preposicional.

• A medio metro de mi sonrisa, mientras escribías en tu cuaderno, parada en mitad de las Ramblas, sin percatarte de mi presencia.
• Ante la catedral, observando en la plaza los bailes estáticos de los abuelos catalanes.
• Bajo las piedras góticas de esa terraza en la que hiciste aparecer una herramienta multiusos del interior de tu bolso. Y yo, asombrada.
• (El cabe no me cabe)
• Con el aliento entrecortado tras la carrera para no perder el funicular y, por supuesto, durante los trayectos en cualquiera de nuestros cacharros colgantes.
• Contra las murallas del castillo, alrededor de los cañones, las mil espadas y pistolas, cazando tus guiños en los reflejos de las vitrinas.
• De refilón, en la terraza de esa casa que ya no es mía y a la que, no sé de qué manera, aún pertenezco.
• Desde el otro lado del cristal, fotografiándote en la mesa de aquel café, con una sombra de boquerones en vinagre en el paladar.
• En la penumbra feroz de las masacres de Tarantino, con el misma exceso de sangre y risas.
• Entre las olas del paseo marítimo nocturno, contándote episodios de mi vida, desanudando rincones en tu presencia.
• Hacia nuestra primera medianoche, masticando la carne de la cena morosamente servida, o bebiendo café de tu tacita. Y claro, mientras estabas reclinada sobre la barandilla de las escaleras, despidiéndome.
• Hasta que hubieras despertado definitivamente, con el café, las mediaslunas y las fotografías del desayuno, sin importarme los madrugones provocados por mi falta de concentración, celebrando un día más.
• Para distraerte y devorar tus agnolotti. O devorar si no tus recuerdos televisivos de esa infancia que compartimos a doce mil kilómetros de distancia.
• Por hacerme sufrir la decoración del Palau de la Música, con tu mano entre la mía sentadas en aquel escalón, durante la proyección del audiovisual venciendo el sopor y derrumbadas bajo tanta floritura modernista. Y en la tienda del perrito amoroso.
• Según-dos después de sentarnos en el tren, en el tranvía, en el mirador del Tibidabo y, de nuevo, en el funicular.
• Sin respirar, en la noria, en la noria, en la noria, en la noria y en la noria.
• (So… ¿qué coño es “so”?) So pena de hacer saltar los engranajes de los autómatas, o de enredar todos los hilos de las marionetas o de fulminar las existencias de juguetitos en la tienda del Parque de Atracciones o de asfixiarte llenándote la boca de palomitas de maíz. (¡¡Sooooo!! Socorro, socorro.)
• Sobre la mesa del restaurante mexicano, incapaz de digerir ninguna cosa sólida porque me paraliza el estómago pensar que puedas marcharte tan pronto.
• Tras ceder al cansancio y abandonar mi cabeza sobre tu hombro en el cine y desear convertirme en molusco o liquen y no recuperar nunca más la movilidad ni la razón ni la realidad de la cuenta atrás ni el mundo de ahí fuera ni nada de nada de nada. Y tus caricias alrededor de mi codo. E incluso durante el último paseo, con la fatiga de esa tristeza encorvándome los omóplatos y borrando mis huellas, tu manito en mi hombro, la mía en tu cuello, los pasos dibujando el camino de regreso y la despedida rápida en el callejón de las almas en pena.
También entonces te hubiera besado.

No hay comentarios