miércoles, 30 de junio de 2004

Arroces.

Dorotea mastica lentamente, mirándome a los ojos. Es tan minuciosa que el movimiento rítmico de su mandíbula parece una danza previamente coreografiada. La barbilla también baila al ritmo de su paladar. Al fin, tras un tiempo infinito, una pirueta en su cuello delata que está tragando:
- Incienso.
- Incienso. No. El incienso no es comestible, cariño. Es comino.
Sólo ella es capaz de imaginar un arroz condimentado con incienso.

Arroz nupcial escanciado con el botafumeiro de las travesuras el día de nuestra boda.
Nos casamos hace catorce meses, en una iglesia de piedras ruinosas contra cuyos muros estrellamos tres veces nuestras frentes (una por cada piso sin ascensor de nuestra también recién celebrada mudanza, porque la superstición de los deseos se nos quedó congelada en el apagón que propició nuestro encuentro, pero esa es otra historia...) Fue una ceremonia breve, amenizada por música de acordeón, malabares y bailes tradicionales del Baix Ampurdá –las raíces folclóricas siempre como aderezo de los disparates familiares. Por supuesto, sin cura, ni tratamientos preventivos, porque la religión que practicamos no permite más alivios que los correspondientes a la noche de boda. Y la fiesta no acabó demasiado tarde, más que por falta de ganas, por puro agotamiento: las secuelas de la mudanza...

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