Mandarinas.
En el desayuno, justo después de plantarle cara al vecino y pedirle que este año abandone sus costumbres matutinas: ya está bien de despertarnos todos los fines de semana y festivos a golpe de bricolaje y/o jardinería. ¿En qué momento el mundo comenzó a usar máquinas ruidosas para cortar, hacer volar o triturar la materia vegetal? Ya nadie utiliza tijeras de podar, escaleras o escobas. Horrible.
Ligero dolor de cabeza, no debimos bebernos anoche esas dos botellas de cava.
Más mandarinas.
Estrené año con bragas rojas, por primera vez en mi vida. Unas viejas y muy desteñidas. Pero rojas. Comimos las uvas, sin sobresaltos. Nos besamos, abrazamos a los animales, hicimos panqueques para rematar la jugada. Los teléfonos sonaron lo justo, cuatro deseos de amor verdadero: ¿en qué momento nos apeamos de la hipocresía social, del barullo de los mensajes haciendo colapsar los móviles? Ventajas de la sociopatía. Precioso silencio y soledad.
Intentamos ver Under the skin. Aguantamos exactamente trece minutos. Lo único que me gusta de Scarlett Johansson es su voz y en esa película marciana apenas habla. En los últimos tiempos, además de las habilidades sociales, estamos perdiendo la paciencia a pasos agigantados.
Hoy hace frío: mandarinas.
Salgo a correr con el perro, una hora ligera, para aliviar su exceso de energía y el mío de culpa. Trotamos veloces por los caminos que va dibujando el sol que se pone a nuestras espaldas, entre los árboles y sus alargadísimas sombras de soldados que montan guardia.
También purgo los radiadores y aumento la presión del circuito interno de la caldera, con precaución, lo juro: ha habido un escape pero no como consecuencia de mis exageraciones.
No hago balances del año recién caducado. No ha sido el mejor de nuestras vidas, eso está claro.
Ayer pedí doce deseos a golpe de campanada, que yo recuerde también por vez primera en toda mi existencia de peladora de uvas.
Pensé en sustituirlas por gajos de mandarina, pero tuve miedo de gafar la tradición.
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