Leyendo la entrada anterior pareciera que he sido una persona promiscua y superficial, no me considero nada de esto. (Y sí, Lucía, mi única no-lectora: estoy volviendo a emitir juicios sobre mí, mis opiniones y sobre cualquier cosa que se me ponga a tiro, ya lo sé... )
Lo único que no he podido hacer, durante demasiado tiempo, al menos, es engañarme. Por eso no acepté ninguno de los planes que se trazaron maquiavélicamente alrededor de mi vida cuando se descubrió mi ya irresoluble embarazo a los 17 años. No me casé, no permanecí con mis padres (aunque luego volví, pero por otros motivos), ni tampoco me convertí en una hippie drogadicta y vagabunda como ellos creían. Salimos adelante. A trompicones, pero lo hicimos.
El amor me duraba poco, sí. Pero yo no era capaz de mantener castillos construidos en el aire o vivir mentiras, como tanta gente a mi alrededor. Esto ya no funciona, pues a otra cosa, mariposa. Actuar así no me ha convertido en una vivalavirgen. Pero sí ha sentado unos precedentes que hacen que ahora todavía me sorprenda. No de haber encontrado al amor de mi vida tan tarde (¿quién dice que es tarde, enamorarse como nunca antes a los cuarenta años?), sino de mantener la pasión y el deseo a unos niveles óptimos tras catorce años de relación estable. De eso me sorprendo, cada día, con un orgullo y emoción que hacen temblar todos mis cimientos.
Bueno, tampoco quiero alardear de mi pletórica vida sexual. Sólo dejar constancia de que es justamente el pilar fundamental sobre el que se sostiene mi matrimonio con Olga. La magia primigenia del encuentro carnal, esa cosa inexplicable y única que sucede entre dos personas cuando los cuerpos dejan de ser una barrera para convertirse en una misma materia moldeable.
Sueno como una hippie drogadicta y new-age, ya. Al final mis padres tenían razón, mirad en lo que me he convertido.
Nada.
A vosotras, lesbianas que quizás lleguéis a leerme algún día, os digo esto: no menospreciéis el lugar del sexo en vuestras relaciones, porque es el termómetro de la salud en la pareja. La libido no es algo que ha de mermar con la costumbre o que incluso llega a desaparecer con los años de rutina, al contrario: follar es como cocinar o dibujar, mejora con la práctica.
;-)
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