A veces hay una brisa, un determinado movimiento en las hojas aún desnudas de los árboles, una luz que se refleja o pasa de largo, una sensación en el final de la espalda. Y es como si hubiera un mar al otro lado del camino, detrás de esas montañas, a la derecha, en alguna parte, muy cerca.
Mi barómetro interno me alerta de la cercanía de un cambio. O quizás sea más bien la proyección de mi deseo, las ganas urgentes que tengo de primavera, sol, brotes y mar. No soy una mujer hibernal, nunca lo he sido. Me gusta el calor y lo necesito para sentirme viva: sudar un poquito es síntoma de felicidad interna. Me he pasado la mitad del invierno acurrucada bajo una manta en el sofá, disputando mi territorio con los animales y Olga, mirando series en sesión continua y comiendo pizza casera. Ah, nada describe mejor el amor que una pizza humeante recién salida del horno.
Me he comprado un libro electrónico, al final he sucumbido al engendro. Lo quiero para llenarlo defast-food literaria, no sé si existe una manera mejor de definir esos libros gordos y entretenidos que me da vergüenza leer en público, y que encima pesan como la madre que los parió. Me refiero a Harry Potter, Juego de Tronos, Millenium, El Señor de los Anillos, Dune. Stephen King. Qué infinito placer tener toda esa literatura-chatarra en un dispositivo que pesa 200 gramos. También llevo todo Dostoievski en el bolso, para compensar. Tener cerca a Rodión Románovich me ayuda a veces a ser más misericordiosa con la gente que me rodea. Sobre todo si estoy en algún transporte público.
Y tenemos nuevas compañeras de casa: hemos heredado cuatro gallinas de un vecino que regresa a su país (cómo me gustaría tener algún país al que regresar también yo, aunque fuera sólo de vacaciones). Los perros se pasan el tiempo intentando jugar con ellas, las pobres tardarán aún en acostumbrarse al cambio. El gato observa la situación desde la ventana, con más indignación que intenciones de intervenir; a nuestro gato-cojín no le agradan las novedades, ni las cosas que se mueven haciendo ruido. El vecino dijo que ponían huevos a diario, creo que con cierto temor a que rechazáramos la herencia si no resultaba productiva. Nada más lejos de nuestra voluntad, siempre quisimos tener gallinas y estas son ideales. De momento no estamos recolectando cuatro huevos al día, tendrán que aclimatarse. Nuestro colesterol se lo agradece.
Por otro lado, el portátil sufrió ayer un pequeño accidente mientras las gemelas ponían nombre a las gallinas por Skype. Yo caminaba tras ellas, pita, pita, pita, intentando mantenerlas delante de la cámara y Canolo decidió ayudarme, cumpliendo sus labores de pastoreo. No sé cómo llegó Supergalli a la mesa, pero el teclado ha quedado lleno de tierra, barro, excremento o lo que sea, algo verde oscuro casi negro que muy bien no huele, la verdad. Mis nietas tienen una imaginación brillante para los bautismos: Supergalli, Peppagalli y Gallipum. A Turuleca ya la había bautizado yo antes.
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