viernes, 22 de enero de 2016

Quiero ser feliz, como mi perro vagabundo.

Que sólo deja de mirarme cuando duerme. Y ni siquiera.

Está en lo más profundo de ti; es lo más auténtico y lo más incuestionable. El maleducado de tu perro hediondo, que se comunica con las orejas y te interroga constantemente: 'sus ojos son dos preguntas húmedas'.
Ningún amor es comparable al de tu primer perro.

Para ser feliz me compré la misma butaca que tengo en la consulta de mi psicoanalista. Exactamente la misma. Es tan cómoda. En casa la uso para mirar películas lacrimógenas. En dos años de terapia, no he soltado ni una sola lágrima. I'm a rock.
Para ser feliz adquirí una docena de libros. He leído la mitad y la única conclusión a la que llego es: el mundo es cada vez más pequeño, breve y rápido. Y eso no me gusta. No quiero más novelitas aguachirri (¿o sí las quiero? Yo qué sé). No quiero cuentitos. No quiero leer en papel encuadernado lo que leo en blogs desde hace diez años. Así que, o Dostoievski o tú me contarás, Benito.
Para ser feliz me hice un te. Se me hirvió el agua, por distraída.
Para ser feliz cociné un potaje de garbanzos; mi felicidad es como la vigilia de Pascua. Sea lo que sea que quiera decir eso.
También, para ser feliz, mantuve un monólogo muy apasionado que duró veinte minutos, qué barbaridad. En algunos momentos me asustaba de mí misma, parecía estar regañándome: ¿qué he hecho mal, joder?
Para ser una maruja feliz voy a hacer la cama y a poner la lavadora.

Los caminos en la búsqueda de la felicidad son insondables.

No hay comentarios