domingo, 1 de junio de 2014

Génesis de la delincuencia.

Otro de los rincones del barrio donde los niños nos encontrábamos para jugar era la parte trasera del mercado. En las puertas de carga siempre quedaban cajas de madera mojada con patatas pochas, sandías espachurradas en el suelo y algún animal, casi siempre pescado, con ojos desorbitados por la muerte. Esto no era frecuente; uno de mis terrores infantiles (además de los pasillos demasiado largos) eran los peces: yo no me hubiera acercado a ese lugar si hubiera restos de pescado, por muy muertos que estuvieran.
Tuve una experiencia traumática a los tres años, en una barquita en el lago de la Casa de Campo. Mi padre remaba, mi madre se empeñaba en que merendase un bocadillo de pan duro que yo me negaba a comer. Ya había engullido lo que fuera que tenía el pan en medio y andaba desmenuzando el mendrugo, creando gran revuelo entre los habitantes del estanque. Entonces acerqué mi mano para ofrecerle un trozo a uno de los patos que nos perseguían, y cuando estaba inclinada sobre el borde de la barca, con el brazo extendido, apareció un pez enorme, con bigotes, que me arrebató el pan. Para mí el episodio sucedió a cámara lenta, porque lo que más me aterrorizó fue que ese pez bigotudo me sostuvo la mirada durante una eternidad. Algo debió hacer que mi noción del mundo en ese instante colapsara, algo no: los bigotes, no podía soportar la idea de que un pez con bigotes me estuviese mirando fijamente. Entré en pánico y, por supuesto, me caí. El incidente fue bastante tonto, mi padre consiguió sacarme del agua casi de inmediato, desde la misma barca, pero yo quedé en estado de shock durante días. Tuve fiebre. Llegaron a pensar que me había infectado con algo que había tragado en el agua estancada. Igual fue eso, nunca se supo. Desde ese episodio desarrollé la fobia pescadera, que más o menos he conseguido superar con el paso del tiempo. Soporto el besugo en una bandeja, pero no me lleves a un jardín japonés, porque los peces en los estanques no los tolero.
Volvamos a la parte de atrás del mercado.
Es verano, no hay que ir al colegio y en este barrio casi nadie se va de vacaciones, así que, un grupo bastante nutrido de criaturas aburridas vagabundeamos entre las porquerías, intentando inventar algo con lo que pasar la tarde. Yo soy la del pelo corto y los pantalones enrollados por encima de las rodillas. Parezco un chico, ya. Eso es algo que solo le preocupa a mi madre. En el callejón de atrás ha aparecido, como por arte de magia, una Vespa con sidecar. Está en pésimo estado, llena de óxido y con el material que cubre los asientos cuarteado: lo rozas y se deshace entre tus dedos. Lo peor son las partes en las que queda visible la espuma interior, que es de color verdoso, como una esponja sucia. Antes de sentarme compruebo con la mano que no está mojada, eso me hubiera provocado una nausea incontenible. Pero no, hace semanas que no llueve y la espuma está más reseca aún que la quebradiza tapicería de plástico. Desprende un polvo que mancha, mi madre se va a enfadar mucho cuando vea mis pantalones. Me da lo mismo, tengo que sentarme en ese adminículo de la moto, estoy fascinada porque en la vida he visto una cosa semejante. Los otros niños están ocupados en juntar botellas, a nadie ha parecido interesarle tanto como a mí el vehículo recién descubierto. Así que, cuando me meto en el sidecar, no hay nadie cerca. Y entonces lo veo. Al fondo, más allá de donde me llegan los pies, hay una cartera de caballero. Es muy parecida a la que utiliza mi padre, pero mucho más abultada. El corazón comienza a latirme a toda velocidad, me embarga una sensación de miedo y culpa, como si yo fuese responsable de que esa cartera esté ahí tirada, como si acabase de cometer un delito terrible, como si fuese a quedarme con la cartera sin decírselo a nadie. Que es exactamente lo que hago: me agacho y con un movimiento preciso la escondo entre mi cintura y el pantalón, porque en el bolsillo seguro que no cabe. Aún tardo un rato en abandonar el sidecar, para disimular y porque necesito que mi respiración se normalice. Tengo once años pero sé muchas cosas acerca de las estrategias de distracción. Finjo estar interesada en el asiento de la moto, que tiene aspecto de sillín de bicicleta, con unos muelles gordos completamente oxidados y amenazantes. "Esto es un asco, huele mal y hace mucho calor. Yo me marcho", digo y abandono la escena del crimen, sin que a nadie parezca preocuparle demasiado. No era la más popular en el barrio, es cierto. Camino nerviosa porque no sé dónde esconderme para descubrir el contenido de la cartera que acabo de robar sin que nadie me vea: de repente soy Oliver Twist, veo las calles a mi alrededor en blanco y negro.

(Continuará...)

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