No, mi infancia nunca tuvo un pueblo donde refugiarse.
Nací hace casi 54 años, y la primerísima parte de mi vida la pasé en un barrio de las afueras de Madrid, una zona proletaria, maltratada por una nula planificación urbanística y por la proliferación de edificios feos y baratos que ocupaban el lugar de las antiguas casitas con tejas de barro.
Los niños jugábamos en la calle, en los descampados, terrenos baldíos por los que aún de vez en cuando transitaba el ganado. Lo pienso ahora y parece una postal en tonos sepia, algo sacado de un archivo histórico municipal. Pero era así: yo recuerdo las ovejas entre los escombros, recuerdo jugar al escondite tras sillones desvencijados y coches abandonados. Los mayores nos decían: ¡No juguéis en el descampaó! Pero era el mejor sitio mejor para hacerlo. Hasta ranas había, me parece.
Muchas calles eran aún de tierra, el resto de adoquines. Las más grandes, con comercios humildes junto a restos de fábricas o lecherías o carbonerías, ya estaban asfaltadas. Los autobuses que llevaban al centro aún conservan el mismo número de línea, algo que ahora me parece un milagro de permanencia inaudito.
También había metro, con escaleras de azulejos y anuncios de Mirinda. Y asientos de madera y unas barras de hierro que te dejaban en la mano el mismo olor indeleble que los columpios: todo medio oxidado. Feo, pero auténtico. Todo a punto de desmoronarse, porque en esa época (¿y en cual no?), los cambios se sucedían a una velocidad vertiginosa. O eso me parecía a mí entonces.
Vivíamos en el cuarto piso de un edificio con ascensor, no permitan que los niños viajen solos, y la realidad era que lo hacíamos poco: la mitad de las veces estaba estropeado o a punto de, y a nadie le resultaba atractiva la idea de quedarse encerrado entre el segundo y el tercero, esperando horas a que aparecieran los señores del mono azul, o peor aún, que tuvieran que sacarte en volandas por el espacio minúsculo abierto entre los dos pisos.
La casa tenía balcones y las vistas eran variopintas. De un lado, un enorme terreno en el que estaban construyendo lo que muuuucho más tarde sería el Polideportivo Municipal, con un campo de fútbol sin césped en el que mis vecinos años después practicarían lucha libre en el barro, intentando patear la pelota. Del otro lado, una calle muy concurrida, con una carnicería, una mercería, un taller mecánico y una bodega que siempre olía a trapo sucio, a alcohol rancio y a ancianos que escondían caramelos mohosos en los bolsillos. Esta calle terminaba abruptamente y en la manzana contigua estaba el colegio de monjas, al que asistí hasta los catorce años.
Todas las paredes de la casa estaban cubiertas por papeles pintados, con motivos decorativos insólitos y sugerentes: el del salón tenía unas amebas irregulares de color gris que flotaban en un plasma amarillento, las mismas que había en el comedor, pero estas eran rosáceas; el dormitorio de mis padres tenía motivos florales geométricos en marrón y naranja chillón, bastante psicodélicos, ahora que lo pienso. Nuestro cuarto, porque mi hermana y yo compartíamos habitación, tenía una decoración más afortunada, discreta y abstracta en las paredes: puntitos de diversos tamaños que se arracimaban siguiendo patrones que, aunque pretendían crear un efecto aleatorio, se repetían de hecho cada metro y medio, aproximadamente. Pero para darse cuenta de esto había que mirar muy detenidamente el papel. Yo lo hice y llegué a crear divisiones mentales en las zonas donde el estampado iniciaba la repetición, y ya no era capaz de ver más que la secuencia con principio y fin concretísimos en el dibujo del papel. Los puntitos eran de diversos tonos de azul. Siempre quise explicarle este fenómeno a mi hermana, pero me daba vergüenza compartir mis obsesiones, que ella se riera de mí o no entendiera. O peor aún, que me dijese que no era cierto y que no había ningún tipo de orden en los millones de puntos que bañaban nuestras paredes. Porque lo había.
El cuarto de baño y la cocina no tenían papel pintado, sino azulejos. Verdes los del baño y de nuevo motivos florales naranjas y marrones en la cocina.
No recuerdo el pasillo. Creo que es porque nunca me detenía en él más de lo imprescindible, el trayecto veloz para volver a la habitación o al salón desde el baño.
No recuerdo el pasillo. Creo que es porque nunca me detenía en él más de lo imprescindible, el trayecto veloz para volver a la habitación o al salón desde el baño.
No sé por qué siempre estaba tan oscuro ese pasillo interminable.
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