Son las tres de la madrugada y, aunque me caigo de sueño, no puedo despegarme del libro que estoy leyendo en la cama. Ni siquiera me está gustando tanto, es más bien mi resistencia a dormir, nunca quiero hacerlo, no sé por qué, ha sido así desde siempre. Extiendo la mano derecha y con dos dedos acaricio el lomo naranja del gato, que de manera automática e inmediática pone en marcha el pequeño motor de su satisfacción. Prrrrrr.
En la página 44 de la novela quiero subrayar la frase que da título a esta entrada, pero no puedo hacerlo, porque es un ejemplar de una biblioteca: en los libros públicos no se pinta, maja.
Tomo una foto, entonces. Y al devolver el teléfono a la mesilla de noche, se desmorona la pila de libros sobre el despertador, casi se cae la taza con infusión fría ya, ruedan debajo de la cama el bote de propóleo y la crema de manos y yo recuerdo las sabias palabras de Fernando Peña, insistiendo en lo fundamental que es atender nuestras necesidades más evidentes. Por ejemplo: el tamaño de la mesilla de noche (mesa de luz, diría el puto, cómo lo extrañamos). Él decía que hay que tener una mesa de metro por metro y medio junto a la cama, donde quepa todo y más. Y tenía razón. Yo tengo un cajón de madera de cincuenta centímetros en el que no hay ni un hueco para... Los tapones de los oídos. Qué depresión: tapones, crema de manos, propóleo e infusión: mi mesilla de noche es una publicidad de geriátrico. Bueno. En el otro lado del puente invisible está la mesilla más joven, la del lubricante y los juguetes. Mi mesa de luz es más orilla de niebla que de noche, así son las cosas.
La niebla venía dentro del cajón, porque es el mismo con el que hace más de cien años emigró mi abuela hasta esta ciudad. Yo me quejo porque no tengo espacio para mis mil chuminadas nocturnas, pero en ese cajón viajó todo el ajuar de la yaya en 1912. Ropa de cama, mantelería, una vajilla con sus cubiertos, no sé qué más. Una vez me lo enseñó, sin desdoblar las telas de algodón secas y amarillas como obleas. Mira, qué mierda de sábanas. Y estos platos de loza barata, vaya porquería. Y lo iba metiendo todo en una bolsa de basura negra. La madera del cajón es buena, eso sí. Creo que lo fabricó mi tío Ernesto, El Fino: de cada tres palabras que decía, dos eran palabrotas. Cosas del pueblo. El cajón no lo vamos a tirar, podemos guardar en él los adornos de navidad. Mi abuela no hizo uso de aquellos enseres porque jamás se casó. O quizás evitó el matrimonio precisamente huyendo de esas mortajas apolilladas.
El gato bosteza. La orilla del otro lado del puente ronca un poquito y se enoja si le doy golpecitos con el pie. Oigo unos ruidos pequeños sobre mi cabeza, una vibración amortiguada, movimientos blandos, algo que podrían ser risas. Desde hace poco viven dos personas ahí arriba. En el espacio de nuestro dormitorio, ellos tienen un 'ambiente único con cocina americana y baño completo'. Vi las fotos en Internet: estudio de 35 metros cuadrados. Pensé en si no deberían haber sacrificado la bañera y el bidet cediendo su lugar a un armario, por ejemplo. En otras épocas de mi vida yo lo hubiera hecho sin dudar. Pero ahora, además de la infusión, el propóleo, la crema de manos y los tapones para los oídos, en mi rutina geriátrica hay un lugar muy importante para los baños. De inmersión, hubiera especificado Peña. Igual, tener un bidé en un estudio de 35 metros cuadrados, qué delirio.
Mi orilla joven de buen dormir suspira rozagante y fragante por detrás y por delante y yo me he quedado dormida con la linterna en la frente y las gafas puestas. Sueño que estoy en un bosque y que cazo una liebre, con un rifle de cañón doble. Tras desollarla y asarla al fuego, compruebo que el sabor de su carne es delicioso y sentencio: Sólo debemos comer aquellos animales que seamos capaces de matar por nuestros propios medios. El vecino del tercero, que cría conejos y perdices en el jardín de casa, aplaude orgulloso como un padre mientras mi tío-abuelo segundo, Ernesto, El Fino, grita a los cuatro vientos: Te voy a construí una mesilla de noche que se va cagá la perra, cohones, ya'stá bien de tanta gilipollese.